Escrito el 16 de agosto de 2014.
Publico esto ahora, porque me parece interesante
que la familia lo conozca
y
porque la profesora de Teatro Alternativo quiere
que haga un trabajo similar al
que hice en
pero esta vez sobre un personaje
masculino.
Allá
por los años 1950, yo vivía con mi mamá María Luisa Villalobos Morales, en casa
de mi abuelo José Dolores Villalobos Alfaro, en Naranjo de Alajuela.
Don
Dolores, o don Lolo, como a veces le decían vecinos y amigos, supongo que había
concluido la escuela primaria, o al menos estuvo lo suficiente para aprender a leer
y escribir correctamente, redactar cartas y escritos con suma facilidad. La Escuela
República de Colombia fue fundada el 2 de agosto de 1938,
¿iría a esa? Voy a investigar.Por
su acuciosidad, ingenio, un poco de picardía y chispa, que pude apreciar desde
niño, llegó a ser secretario de la Alcaldía de Naranjo, cuando el alcalde fue
Emilio Moya. Creo que entre los dos se tomaron muchos traguitos en las cantinas
del cantón. En esos años se llamaba Alcaldía a lo que ahora es la dependencia
de la Corte Suprema de Justicia, que llamamos Juzgado. Don Lolo siempre andaba
con un sombrero negro de fieltro (Borsalino).
Trabajó en su casa como “abogado-tinterillo” por muchos años. No estoy
completamente seguro y se los dejo para que lo investiguen, creo que le ayudó a
Orlando Serrano (el genial “Orlando Loco”) a redactar la solicitud de la
creación del Colegio de Naranjo. Tenía una máquina de escribir de cinta (negro y rojo) Smith-Corona, que yo aprendí a usar.
Una feliz oportunidad se le presentó a mi tío Pachico
que, debido a la falta de trabajo en Naranjo, había viajado a Limón, a jugar
fútbol y a tomar un puesto de guarda en la cárcel de ese puerto. Luego entró a
la Alcaldía como misceláneo, siguió como prosecretario, secretario, alcalde y finalmente Juez Primero de Limón. Resulta que
se encontró entre los archivos viejos de la Alcaldía, una solicitud de un
expediente, firmada nada menos que por mi abuelo, como secretario de la Alcaldía
de Naranjo, quizás más de 20 años atrás.
Mi
abuela había muerto de diabetes hacía algunos años, pero sí la recuerdo,
haciendo tortillas en una cocina de leña
que estaba en la última habitación de la casa, no sabía por qué, con piso de
tierra (ahora me lo aclaró William Gonzalo; "para no tener problemas con tizones y
brazas"). Recuerdo tres o cuatro carretadas de leña, estibadas en un galerón contiguo para que no se mojaran. Subirse a lomás alto - casi tocando el techo-, durante un aguacero y quedarse dormido, era algo extraordinario.
Mi abuela era un poco
morena, bajita y de labios gruesos. Mi mamá me dijo que sus padres o abuelos eran indígenas
salvadoreños, su nombre era Argemira Morales Rodríguez. Tuvo cinco hijos
y cuatro hijas; el orden es: Hernán
(casado con Ofelia Muñoz), Helena (casada con Aníbal Gonzalo), María
Luisa (casada
con Eulalio Romero), Deifilia (casada con Efraín Vargas), Lidylia
(soltera), Danilo
(casado con Zoraida Calderón) y Francisco (casado con Mireya Arias). Si
no le da la cuenta es porque dos de los niños murieron, sus nombres eran Ivo
León y José Walter. Mi madre me dijo que mi bisabuelo se
llamaba León Villalobos y que una vez ella se atrevió a decirle “león,
cabeza de tigre zoncha pelada”, así que lo del poco pelo y muchas otras cosas agradables, seguro vienen por los Villalobos.
Donde estaba la cocina de mi abuela, luego hubo una vieja cocina
eléctrica, de resistencias dentro de una espiral de cerámica aislante, que
cuando se quemaba el “resistor”, simplemente se arreglaba juntando los
dos pedazos del resorte, traslapándolos. También había una máquina de moler
maíz y una de moler café ya tostado.
Recuerdo que un vecino tenía una máquina “chancadora”
que permitía romper la “cereza” del café maduro, para luego secarlo y eliminar
el pergamino.
Varias veces al año nos hacía ese favor.
La
casa del abuelo Lolo estaba junto a la Unidad Sanitaria, en un solar grande de
lado a lado de la calle cercado a todo el rededor con olivo, donde está ahora
la Cruz Roja. Mi abuelo tenía sembrado café y había un gran palo de mango
criollo, algunos cítricos, guineos, una intermitente “chayotera” y una enredadera de “tacacos”
de las que nunca faltaban por ese tiempo y nos ayudaba mucho con el sustento
diario.
Había luz eléctrica para los bombillos de los dormitorios y la sala, pero nunca
tuvimos una refrigeradora, ni ducha de agua caliente. La carne se traía fresca
de las carnicerías del mercado, cuando se iba a usar, lo mismo sucedía con la
mantequilla, el queso y la leche.
Esta última por ese motivo se hervía. Yo odiaba la nata, pero mi tía Deifilia
hacía unas deliciosas galletas con ella, recogiéndola durante varios días; no
se asuste, esto último ocurrió cuando ya había refrigeradora, por los años
sesenta y cinco y yo estaba en el Colegio de Naranjo.
Creo
haber visto a mis tíos pintar el exterior de la casa del abuelo, con una “pintura
de agua”, era un polvo -importado- que venía en una caja, quizás unas dos
libras, que se revolvía con agua. Se reforzaba con un pegamento casero, hecho de
la planta llamada tuna
dejada en agua por algún tiempo. Se aplicaba con una brocha de encalar, hecha
de hilos de cabuya,
o henequén.
Con el tiempo la pintura se desprendía en cascaritas como las de cereal de maíz
llamado zucaritas.
Borsalino
|
Tacacos.
|
Lavadora.
|
Es curioso y aún no sé el motivo, pero para los viernes santos, había que preparar
de antemano los alimentos, porque la compañía eléctrica de la empresa de “Juan
Mercedes Matamoros” o de “Enrique Vega” suspendía la luz por toda la tarde,
como para cumplir con una especie de “Sabbath”,
aunque fuera viernes. Cuando Deifilia se casó y vivió un tiempo con nosotros tuvimos una lavadora “Speed
Queen” de
color blanco, un solo tanque y con dos bolillos rotatorios para exprimir
la ropa, que varias veces me atraparon la mano, hasta el antebrazo. Por suerte tenía un "desarmado de emergencia", con solo golpearlo.
No había medidores de consumo eléctrico en ese entonces, no recuerdo como se cobraban los kilowatt-hora. Lo que sí recuerdo es que
la instalación eléctrica de la casa (cordones colgando del cielo raso, tensados
por puentes de una cerámica blanca quebradiza) se conectaba al cableado de la
compañía, con algo que los electricistas llamaban “cucaracha”, que se quemaba
con cierta frecuencia cuando había un cortocircuito y tenían que venir a
arreglarla. Supongo que una “cucaracha” es una especie de circuito puente como
el de Wheatstone.
La habitación del baño era muy amplia y fría. Había un inodoro un poco cómico
de esos con el tanque en alto, como a metro y medio encima de la tasa (¡y de su cabeza!). Se halaba una cadena que levantaba
el tapón para que descendiera el agua. Además, afuera de la casa había un
“escusado de hueco”, al que había que ir con papel periódico, cuando fuera
necesario, no importa si era de día, de noche, con miedo o con lluvia. Tanque séptico o cloacas no pasaba por la mente de la gente.
La
aspersión del baño era el modelo de la época, una "lata" de avena
Quaker guindado con un alambrito de la
tubería de hierro (aún no había pvc), con huequitos hechos con un clavo de una pulgada, -cualquiera podía
hacerlo-.
Es
interesante como cambia el sentido de seguridad y de confianza con los años. La
casa de mi abuelo Lolo estaba totalmente abierta por la parte trasera (hacia el
cerco) y no había un solo llavín, solo “trancas”
de madera con un clavo atravesado por el centro y quizás algunos trabados picaportes.
Bueno no teníamos nada más valioso que nosotros mismos.
|
"Fada"
|
"Grundig".
|
Recuerdo
un radio “Fada”
pequeño como del tamaño de dos tapas de dulce de aquella época, en el cual
escuchábamos principalmente noticias en Radio Reloj (... "a la hora meridiana cuando el sol está..."). Después Efraín
compró un “Grundig Magestic”
que tenían mayor presencia, más alto, con forro de tela al frente y 5 perillas
para las bandas que parecían los dientes de un gigante, -lo último de la época-.
La
televisión (en blanco negro, desde luego) llegó cuando yo estaba en el colegio.
Las ventanas de la casa –cuatro vidrios en un marco de madera- eran deslizantes
de subir y bajar y un clavo para sostenerla a medio camino, algunas totalmente abiertas , se cerraban en la noche con
una puerta de madera y un picaporte.
Tengo
el recuerdo de una frase que no se me olvida; en una ventana de la sala que daba a la calle se
podía leer un letrero translúcido, que estaba pegado en el vidrio. Desde
adentro se leía: “idnahcE oiraM aviV”, eso le dará una idea del color
político de mi abuelo (y de la familia) en esa época.
Recuerdo unas cortinas hechas con largas filas de tubitos de vidrio de unas dos
pulgadas de largo y un diámetro como los actuales bolígrafos, con tapones de hule en
los extremos y atravesados por hilo número 10. Los tubitos venían de algún tipo
de inyectable, que por ser desechables alguien de la Unidad Sanitaria nos había
obsequiado. Había también cortinas hechas con envolturas de cigarros
ingeniosamente acopladas -de Ticos, Irazú, León- y uno que otro de Luky Strike,
Emu o Camel.
El piso de la casa era de tabloncillos y tablas grandes. Había algunas grietas, producidas por el frecuente lavado y encerado. Recuerdo que,
para una navidad, cuando tenía como unos 6 años recibí un “velocípedo”
y se me ocurrió seguir manejándolo mientras me tomaba un vaso de “agua de azúcar”. Bueno una de las ruedas
traseras se hundió en una grieta y me volqué, cayendo apoyado con el vaso en la
mano derecha, el cual se quebró y me dejó una herida entre el pulgar y el
índice, que aún se nota. No entendí por qué el chiquillo rico del barrio recibió
un “triciclo
de cadena”, que me parecía fabuloso.
No
crean que no había fresco de limón o naranja, de chan, o de tamarindo, y de vez
en cuando cola, zarzaparrilla, o limonada, producida por una embotelladora que
había en Alajuela, cuyo logo era el domo rojo de su catedral. También había “spur cola”
y “old colony soda”
que yo no sabía de dónde venían, pero el fresco de avena en agua, o simplemente agua con una cucharada de “azúcar” era
lo más fácil y barato. El azúcar Victoria llegaba a las pulperías en sacos de
manta fina pero resistente y con ellos a veces nos hacían calzoncillos.
La
casa de mi abuelo estaba frente a la pulpería de Nino Serrano, padre de Orlando
y Carlos Manuel, quien fue compañero en el Colegio. Don Nino vendía muchas
cosas, entre ellas deliciosos bananos pecosos y pequeños, (el criollo) a cinco
y los grandes (como el de la United Fruit Company) a diez. También cajetas a diez y a peseta, lo mismo
que melcochas de coco “La estrella” algunas de las cuales traían una etiqueta oculta que decía “premio, una melcocha”.
No
Faltaban las bolitas de confite de limón, duras como canicas, pero rendidoras. Recuerdo varias veces haber llegado con tres amigos y decirle a don Nino, “ véndame una cajeta y 4 vasos de agua” (no se usaba el ridículo y confuso "me regala", como ahora).
De la
panadería de Clemenciano Arias, que estaba al otro lado de la Unidad Sanitaria,
provenían además de bollitos de pan de a
5 y de a 10, galletas, bizcotelas, quesadillas, polvorones, rosquillas, cachos,
suspiros, orejas, gatos, cuñas, ilustrados, borrachos, prusianos, etc. No
faltaban, desde luego los “helados de palito”, que seguro los hacía la esposa
de don Nino, la señora Signe Johansson.
Melcochas.
|
Confites de Limón
|
Borrachos.
|
Frente
a la Unidad Sanitaria, estaba la otra pulpería del barrio “Pueblo Nuevo”,
la de Genaro Mora, que tenía su casa al lado. Recuerdo ir allí a “comprar con libreta”. Se usaban dos,
una que se quedaba en la pulpería para control de don Genaro y otra para el
cliente, curiosamente se anotaban las compras con un lápiz, pero nadie se
atrevía a usar un borrador. Se pagaba por semana o por mes, según el salario
del cliente.
Por
la parte trasera del solar y separada por el camino de tierra que iba hacia San
Jerónimo y Cirrí,
estaba la casa de “Doña Pachica Rodríguez” que tenía una guapa hija (Virginia),
casada con Fernando Rojas Meza, un odontólogo empírico que tenía una mano
suavecita para sacar muelas.
Le decían
“abejorro” y tuvo tres hijos (todos “abejorros”) que en su momento se
graduaron como odontólogos en la U.C.R., por lo que le dieron un reconocimiento
a la familia.
Melvin, el mayor fue compañero en los primeros años del Colegio
de Naranjo. Éramos buenos amigos de juegos casi todos los días, pero cuando le
pedía permiso a su padre, no sé si por broma o para no dejarlo salir, le hacía
preguntas sobre matemática, por ejemplo, le pedía que dijera “la tabla del
3,75, del uno al trece".
Doña
Pachica tenía detrás de su casa una finca, con palos de naranja, mangos,
jocotes, guabas, limones dulces y ácidos, grapefruit, caña de azúcar, café,
pejibayes y terminaba en una limpia poza que visitábamos a veces, pero yo no
aprendí a nadar allí.
La finca que visitábamos a escondidas, porque al dueño no le gustaban las visitas,
tenía jocotes, guabas y guayabas (¡para hacer jalea!). Era la de José Corrales,
quien tenía su casa a la orilla de la carretera a Sarchí, en el alto antes de
llegar al cementerio.
Al otro lado de la calle, colindando con la casa y panadería de los
Arias, vivía Esnider Rodríguez, el jefe del Resguardo
Fiscal de aquella época, que se dedicaba
principalmente a buscar “sacas de guaro
de contrabando” escondidas en alguna finca del Cantón, eran los únicos
autorizados a entrar a una casa. Su esposa, Leonor, era sobrina de la esposa de
don Nino. Dos de sus hijos, Henry y Daysi (como la novia del pato donald)
fueron compañeros de escuela.
Entre
la casa de los Rodríguez y de los abejorros, había una humilde casa, donde
vivían “los muflas”. Dos de los hijos menores eran “Cali” y “Pelón”,
más o menos de mi edad. Creo que uno de sus hermanos mayores era cobrador de
una de las “cazadoras”
de Beto Pérez, que viajaban todos los días de Naranjo a San José, el pasaje era
de tres colones y tardaba dos horas por el camino viejo, pasando por Sarchí,
Grecia, Alajuela y Heredia.
Por entonces una de las únicas aceras que había en el barrio era la construida
alrededor de la Unidad Sanitaria. En esa acera, “los muflas”, algún otro vecino
del “barrio cuita blanca” que quedaba
camino hacia “el rastro” (el Matadero
Municipal de Naranjo), quizás Omar Arroyo (“plaga”)
y yo, jugábamos de carritos casi todos los días, viajando imaginariamente con
nuestras cazadoras, a Villa Quesada, Puntarenas y San José, haciendo señales,
parando y recogiendo pasaje, avisándonos de la presencia de tráficos, era muy
divertido.
Volviendo
a mi abuelo Dolores “ratón”, supe que en sus tiempos de alcalde tenía
que visitar los distritos de Naranjo, montado a caballo y a veces bajo la
lluvia por los lodazales de los caminos de la época para hacer alguna
notificación (no como ahora que se la envían por correo electrónico), hizo
muchos amigos y algunas amiguitas, era un poco enamorado.
Hay una anécdota interesante respecto al apodo familiar; mi hijo Javier como de unos 10 años le dibujó una tarjeta a su abuela María Luisa para el día de la madre y sorpresa, la tarjeta tenía tres pequeños ratoncitos rosados. Cuando la vimos, los mayores nos morimos de la risa, aunque Javier, en ese momento no supo por qué.
Mi
abuelo tenía un personaje ficticio, un “doctor” que podía ser en medicina,
leyes, letras, ingeniería, mecánica, o ciencias, usted escoja.
Eso no importaba
porque el “Doctor Iturribarry Berrigorry Chinchapel Chinchurreta” siempre
salía airoso en cualquier situación, con la misma facilidad que podía meter la
pata y equivocarse totalmente.
Era capaz de contestar cualquier pregunta, realizar la acción requerida, o
fallar totalmente, era un “todo terreno” para cualquier lado.
Cuando mi abuelo quería referirse a una persona que había hecho algo muy bueno,
o muy malo, decía que era el citado doctor.
A
veces mi abuelo era un poco -tenaz- con el comportamiento de alguna persona.
Recuerdo que había una bonita chiquilla, unos 5 años mayor que yo y que por
entonces ayudaba en el taller de costura de mi madre y tía Deyfilia. Su nombre era Enilda
Barrientos y éramos familia cercana.
Era delgada, morenita, de pelo hasta
la cintura, negro, lacio, brillante y bien cuidado, quizás algo pizpireta pero buena gente, sin
embargo, mi abuelo solo se refería a ella como “la india bárbara del norte”.
Su familia emigró a Guadalupe y
recuerdo que cuando hice el examen de admisión en la U.C.R. en 1960, ellos
gentilmente me hospedaron en su casa, la noche anterior y me llevaron al Cine
Río.
Por
muchos años mi abuelo, ya pensionado, me llevaba a pasear donde el viajara. Fuimos
varias veces a Turrialba y nos quedábamos donde Hernán, que era en ese tiempo
el Inspector de Trabajo de la zona. La cazadora se tomaba en una estación que
había en avenida central, al frente del Banco de Costa Rica, recuerdo haber
visto a la venta allí un tarrito de “Pomada
Canaria”. El pasaje costaba 3 colones, la duración del viaje dos horas y me
parece que siempre llovía entre Curridabat y Tres Ríos, también por Juan Viñas.
Turrialba se mantenía normalmente con una garúa entre fina y gruesa, típica del
clima del atlántico.
Varias veces fuimos a Limón para visitar a Pachico.
Una vez el paseo coincidió
con la visita del “Circo Atayde”,
con animales, trapecistas, payasos, magos y bailarinas, fue para mí una
experiencia única.
El tren se tomaba en “La Northern”,
había dos posibilidades, tomar “el local” que paraba en cada una de las 62
estaciones, salía a las 8 de la mañana y llegaba como a las 5 de la tarde. O
tomar “el
pachuco”, que solo paraba en cuatro estaciones, Cartago, Turrialba,
Siquirres y Batán, salía a las doce y llegaba como a las tres de la tarde. Eran
trenes tirados por locomotoras de carbón, con su típicos silbatos, columnas de
humo negro y a veces blanco, el sonido “cchhuu, cchhuu…” y los problemas para
subir cuestas.
La
primera vez que fuimos a Limón, a Pachico se le ocurrió que fuéramos a Piuta para que
yo tomara un baño de mar en la arenosa playa. Cuando terminé me llevaron a un
sitio cercano donde salía un gran chorro de agua, -de esos que te dejan morada
la espalda-, que los lugareños usan para quitarse el agua salada.
Mientras lo hacía, mi abuelo que esperaba se subió en una piedra y en actitud
entre solemne y jocosa comenzó a dar un discurso imaginario que inició con “Hijos
de la gran Piuta…”
Cuando
mi hermano Francisco estaba comenzando a caminar, ubique usted el año, mi
abuelo inventó para nosotros y sin proponérselo un inocente juego que usamos y
disfrutamos por mucho tiempo. Laura y Adolfo ya estaban un poco más grandes,
también mis primos William, Alejandro, Hilda
y “Nenis”,
desde luego “Rafaelito”.
Resulta que don Dolores se encariñó mucho con Francisco, su nieto menor por
entonces lo llevaba al centro de Naranjo y lo cuidaba con celo. Todos esos
hermanos y primos nos reuníamos a veces a jugar, escondido, o de carritos, en
el solar de mi abuelo y Francisco entre gateando y caminando nos seguía. Un día
nos fuimos todos hasta el fondo y regresamos corriendo a la casa y al vernos mi
abuelo nos regañó diciendo “dejaron al chiquito solo”.
Nosotros nos
reímos y lo fuimos a buscar y en ese momento nació el juego.
En los meses que pasaron llevábamos alzado a Francisco hasta el fondo del
cafetal y regresábamos corriendo a la casa, nos volvíamos a ver y todos
decíamos a coro “el chiquito solo” y lo íbamos a buscar. Tanto nos
gustaba este inocente juego que a veces llevábamos a Francisco a la casa de mi tía
Elena, que también tenía un “cerco” pero más
pequeño y allí también jugábamos “el chiquito solo”. Francisco creo que
también disfrutaba el juego y cooperaba, quedándose quieto donde lo dejábamos
esperando.
Cuando
yo cursé mis dos últimos años en el Colegio de Naranjo, en 1959 y 1960, mi
abuelo y yo leímos juntos "El Quijote", los dos tomos completos. Le
gustó bastante y me ayudó a escribir algunos resúmenes, con una pluma de fuente
"Esterbrook"
que apreciaba mucho. Abuelo tenía una letra algo estilizada, un poco inclinada
hacia la derecha, lástima que no me quedó ninguno de sus escritos.
Mi
abuelo murió de cáncer de próstata en 1960, bueno eso dijeron los médicos, pero
creo que murió tranquilo, simplemente de viejo, pues no recuerdo escucharlo
quejándose de algún dolor (a pesar de llamarse Dolores), ni recuerdo visitas al
médico. Yo
lo rasuraba de vez en cuando.
En sus últimos días yo dormía en su cama,
supuestamente para vigilarlo y ayudarle por si necesitaba algo, pero siempre
fui buen dormilón.
En la noche o madrugada que murió, me desperté a eso de las cuatro o cinco de
la mañana y me pareció que ya había terminado su vida. Le hice varias pruebas,
que se me ocurrieron, incluyendo una de respiración usando un espejo. A pesar
de que estaba seguro, no avisé a mi mamá y esperé como hasta las seis que se
levantaron ella y mis hermanos para prepararse para la escuela y les di la triste
noticia.
Yo estaba muy calmado.