martes, 23 de julio de 2019

Sueños entre recuerdos

Publicado en el libro de cuentos “Los demonios de Occator”; MLA y JAV, ediNEXO, agosto 2017. Páginas 35 a 47.

Nací el día ocho de abril de 1943, mi madre María Luisa y mi padre Lisandro.
Mis primeros años los viví en mi pueblo Naranjo de Alajuela, en casa de mis abuelos (Dolores y Argemira), en la barriada conocida como Pueblo Nuevo, no sé el porqué del nombre, porque recuerdo que todas las casas eran viejas. Esta queda a la entrada de Naranjo, donde justamente llega la carretera que viene de Sarchí. Por allí pasaban todos los carros que iban y venían a San Carlos, Puntarenas, Guanacaste y era parte obligatoria de la única vía de frontera a frontera del país.

A finales de 1947, mis seis tíos (Hernán, Elena, Deifilia, Lydilia, Danilo y Francisco) aún solteros, también vivían en esa casa, junto conmigo, mamá, abuelo y abuela, contigua a la Unidad Sanitaria, el único centro de salud del pueblo y frente a la pulpería de don Nino Serrano, quien tenía atrás su casa.

Mi abuelo de nombre José Dolores, aunque nunca supe que le doliera algo, tenía un lote de menos de “un solar”, el resto de la cuadra, o más bien del triángulo rectángulo, donde está el edificio de “la Unidad”. Estaba cercado con árboles de jocote y guayaba intercalados, con un seto de olivo, pero no del que produce el aceite. En ese lote había unas 20 matas de café, un palo de mango, dos de naranja y uno de limón criollo, más las infaltables macollas de banano, plátano y guineo junto con la chayotera y ocasionalmente una mata de tacacos de los que casi no tienen estopa. Por esa época esas plantas aportaban gran parte de la alimentación de los pobres.

Hacia Sarchí y al otro lado de mi casa, estaba la de Genaro Mora y a continuación su pulpería, donde recuerdo haber ido a comprar “con libreta”, posiblemente lo básico: arroz, frijoles, tapa de dulce, café y manteca de chancho. Espero que no le hayamos dejado “amarrado algún perrito”.
Siguiendo unos quinientos metros hacia Sarchí, poco antes del cementerio y del lado izquierdo, estaba la casa y finca de José Corrales, que se extendía hasta el río Colorado. Tenía café, bananos, palos de guaba, “pozas” para aprender a nadar y, desde luego “barbudos” que pescábamos con lombriz en un azuelo.  

Donde Nino comprábamos lo de diario, yo recuerdo bananos pecositos grandes y pequeños, de a cinco y a de diez, que él maduraba en su casa. También melcochas de coco “la estrella”, algunas con una etiquetita de “premio una melcocha”, confites duros y redondos de limón, las “manzanitas” amarillas y redondas de color amarillo, del tamaño de bolas de vidrio y otras golosinas.

El pan venía a esas dos pulperías de la panadería de Ernesto Ugalde, en el centro de Naranjo, pero los tosteles de la pastelería de Clemenciano Arias, que estaba a 100 m de mi casa. Hacían cachos rellenos con jalea de guayaba, gatos, cuñas, borrachos, ilustrados, bizcotelas, budín y una gran variedad de panes dulces. A veces nos regalaban algún tostel a los chiquillos del barrio.

Detrás de mi casa y hacia el norte, comenzaba el camino de tierra hacia San Jerónimo y Cirrí. Como a un kilómetro estaba el trapiche, donde llevábamos maní y ¨queso bagaces"  molido para que nos hiciera ¨sobado" y nos dieran ¨espumas¨ y ¨cahazas¨. todo esto creo de gratis.
También por ahí estaba la planta hidroeléctrica de Enrique Vega, que proporcionaba “la luz”, para una parte del pueblo, también la poza que llamábamos “el remolino”. 
La empresa hidroeléctrica de Juan Mercedes Matamoros proveía la corriente eléctrica al otro 50 % del pueblo. No habían “medidores” y no tengo idea de cómo calculaban el recibo.

Del otro lado de mi casa, hacia el Este, seguía un camino lastreado que conducía al “rastro” o matadero municipal de Naranjo. Pero antes, a la izquierda se extendía una bonita vecindad, con calles y casas de piso de tierra, pero con gente muy amable, limpia y trabajadora, que llamábamos “cuita blanca”, ¿sería por lo que dejaban los zopilotes del rastro? Allí vivían algunos chiquillos compañeros de escuela y de juegos.

Quizás por conversaciones con mi abuelo, años después, tengo un pequeñísimo recuerdo de la elección de don Otilio y la anulación de esta, en los meses de febrero y marzo de 1948. Desde luego para mí, fueron simples eventos que me contaron. ¿Qué va a tener idea un niño de cinco años, que aún no sabe nada de política, ni sobre el significado y trascendencia de tales cosas?
Pero si recuerdo que en los meses siguientes mis tres tíos varones, de unos veinticinco años, tuvieron que irse de la casa. Alguien dijo (quizás no sea cierto) que, “porque la familia era simpatizante del grupo al que le anularon la elección y que la policía y el ejército buscaban hombres, para que colaboraran, o simplemente para tenerlos vigilados”. Luego me contaron que habían estado trabajando en la zona alta de Naranjo, en “El Chayote”, una región de bosques de roble y de pequeños agricultores al noreste de mi pueblo, donde vivían unos amigos.

Luego sobrevino la revolución o la guerra. A mi corta edad, cuando se está empezando a manejar el idioma, una buena cantidad de las palabras significaban lo mismo.
Los hechos leves o graves, las batallas importantes, los triunfos y las derrotas, que ocurrieron durante la revolución del cuarenta y ocho, no fueron de mucha importancia en Naranjo, ni afectaron grandemente la vida normal de mi familia, al menos eso creo ahora. Las noticias sobre esos eventos se escuchaban en un pequeño radio “Fada”, que había en la casa y también por lo que contaban los vecinos.
Pero sí recuerdo que, durante unas dos semanas, seguro en la fase crítica o al final, abandonamos nuestra casa. Mis abuelos algo mayores li hicieron de manera permanente, mientras que mi mamá, mis tías y yo durante una buena parte del día, pero especialmente en la noche, quizás por temor y para sentirnos más seguros.

Teníamos temor que el ejército oficial viniera a registrar la casa, buscando responsables por lo sucedido en el puente sobre el río Colorado, que comunica Naranjo con Sarchí.  El extremo naranjeño del puente, había sido dinamitado, por simpatizantes de la revolución, para impedir la fácil movilización del ejército del gobierno y por ahí se decía que mi papá estaba entre los involucrados en ese hecho.
Lisandro Corrales, 1949.

Un niño de cinco años no distingue bien entre una policía bien armada y los militantes de un ejército semiprofesional, como el que decían que teníamos en Costa Rica en esa época. Por eso pasamos esas diez noches de 1948, cuando la oscuridad puede ser cómplice de una fatalidad, bien abajo, más allá del rastro. 
Bueno, del centro de Naranjo, excepto hacia San Juanillo, hacia cualquier otro lado es “para abajo”. Algunos amigos que vivían por allí, las familias de Pepe Arroyo y de Hugo Chacón, que eran muy conocidas de mi abuelo y a las cuales mamá y mis tías les hacían costuras, nos dieron comida y nos dejaron dormir en sus casas. 

Allí también había chiquillos de mi edad y pasábamos el día jugando bola, con carritos de latas de sardinas, brincando la suiza, jugando ¨quedó¨ y “escondido”.
En las noches, mientras llegaba la hora de dormir y alumbrados con candela, o con la luz de una “canfinera”, los mayores de las dos familias relataban cosas, sobre lo que estaba sucediendo, más los infaltables cuentos de sustos o espantos, como la segua, el cadejo, la carreta sin bueyes, etc. Supongo que como en toda reunión de ese tipo, algunos cuentos fueron inventados y otros exagerados.

De esa época de mi vida, tengo quizás los primeros sueños que recuerdo, algunos como auténticas pesadillas, pues se repitieron por varios meses, aún después de que regresamos a nuestra casa y un poco más, hasta que los hechos de la revolución comenzaron a olvidárseme. Les contaré tres de ellos, que con algún esfuerzo he tratado de recordar.

- El más recurrente era aquel en que yo me imaginaba de unos diecisiete años, viviendo en un país que no logro precisar, pero que no era Costa Rica. Allí, los gobernantes, usando el ejército como su brazo fuerte nos obligaba a unirnos a éste, dándonos instrucción militar y obligándonos a participar con los militares, para realizar arrestos de personas inocentes, que simplemente pensaban diferente, también a vigilarlos, denunciarlos, detenerlos, interrogarlos, juzgarlos y servir como guardianes en colmadas cárceles con trato inhumano. Al final del sueño siempre me despertaba sobresaltado, empapado en sudor y sin poder aclararme por algunos minutos si había vivido una realidad o una horrible pesadilla.

-Otro que también me atemorizaba estaba relacionado con el anterior, porque con mi tía Elena, casi todos los días venía a nuestra casa como a las seis de la mañana, para revisar si había cambiado algo, para darle agua y maíz a las gallinas y seguro para recoger algunas cosas. Entrábamos arrastrándonos por la parte trasera del cerco y nos metíamos a la casa quitando unas tablas sueltas de la pared del corredor donde se guardaba la leña para la cocina, que tenía piso de tierra.
En mi sueño, que más o menos siempre era el mismo, estaba con mi tía dentro de la casa, cuando unos diez soldados del ejército rompían la puerta, nos amenazaban y tiraban al suelo, mientras registraban todo como buscando a alguien. Buscaban en las gavetas de los muebles, nos preguntaban dónde estaban las armas y las municiones y al final se llevaban la ropa y los zapatos, casi lo único de valor que teníamos y que precisamente nosotros veníamos a recoger.

- El último sueño que aún recuerdo, aunque quizás posteriormente modificado durante mis años de escuela tiene que ver con asuntos menos personales, más bien con lo que pasaba en todo ese país. Me imaginaba de más edad, digamos unos veinte años, sin trabajo y sin haber podido estudiar, más allá de la primaria. El país empobrecido, o eso decían los gobernantes, la manutención del ejército y la compra de armamento se llevaban la mayor porción del presupuesto.
La agricultura no recibía ningún estímulo, ni siquiera asesoría sobre la manera de sembrar, mucho menos sobre cómo almacenar, transportar y comercializar los productos, para lograr precios justos para el agricultor y el comprador.

No se volvieron a construir centros de salud y el número de médicos, enfermeras y técnicos seguía el mismo, a pesar del crecimiento de la población. Los medicamentos seguían siendo simples pastillitas para aliviarnos un rato. Operaciones y cirugías solo se hacían en casos muy particulares y cuando el paciente conseguía alguna recomendación. La salud bucodental y los problemas relacionados con la visión teníamos que resolverlos a como pudiésemos, sin ayuda de las instituciones.
Pero lo que más me afligía es que no existían suficientes colegios para seguir estudiando después de terminar el sexto grado. Había que ir a la capital, o a alguna de las cabeceras de provincia y un pobre como yo, ¿cómo podría solucionar eso?
La educación superior era solo para los hijos de familias pudientes y uno que otro empleado público de alta categoría, por eso los médicos ingenieros y abogados eran solo de las familias de alcurnia.
En ese país de mis sueños, los gobernantes, casi siempre eran del mismo partido, generales o coroneles del ejército, no resolvían nada con diálogo, sino por medio del uso de la fuerza militar.
Teníamos tres fronteras siempre en disputa, porque en uno de los límites había mucha riqueza marina, en el otro un extenso bosque de maderas finas y en el tercero minas de carbón casi infinitas. Como es sabido, la naturaleza no reconoce fronteras políticas y desde luego, en los cuatro países, sus habitantes tenían perfectamente claro que estos recursos alcanzaban para todos, solo había que compartir la tecnología, el trabajo y el uso de ellos. Pero los cuatro gobiernos, casi formados con el mismo molde, los querían para sí mismos. Las guerras o escaramuzas fronterizas eran frecuentes y en ellas quienes enfrentaban las balas en primera fila, eran los cadetes recién reclutados, aún con muy poca formación militar para saber cuidarse, éramos nosotros, los que no teníamos ni estudio ni trabajo digno.

Los meses pasaron, la revolución terminó, la tranquilidad volvió a mi casa y a mi pueblo y mis sueños se fueron olvidando poco a poco, hasta ahora que estoy tratando de recordar algunos.
Como yo; la mayoría de la gente pensamos que un ejército no es nada bueno para un pueblo, más bien un problema. Además del poder que puede tener el ejército por poseer armas, también algunas veces, puede provocar problemas simplemente por descuido, como esto que no fue un sueño, porque realmente lo presencié en Naranjo.

Pasaron los años y el miércoles primero de diciembre de 1948 y como para compensar el hecho de que nunca me habían celebrado un cumpleaños y yo con cinco años cumplidos, no conocía San José, mi madre me trajo por primera vez a la capital.
Recuerdo que, en ese tibio amanecer de mi pueblo, la claridad del nuevo día y el empujoncito cariñoso de mamá, me sacaron de la cama como a las cinco de la mañana. Planeábamos tomar la primera cazadora de los Pérez, que salía de la parada, al costado Oeste del mercado, muy puntual, justamente a las seis. El viaje por la única carretera en ese tiempo, pasando por Sarchí, Grecia, Tacares, Alajuela, Río Segundo, San Joaquín de Flores y Heredia, llegaba a San José en dos horas y costaba dos colones.

Pues bien, como a las nueve de la mañana, mamá y yo nos encontramos caminando a lo largo de la avenida tercera del centro de San José, porque allí estaba la parada de Naranjo y visitaríamos a un conocido que vivía en las vecindades de Cuesta de Moras.
Yo vestía un pantalón corto de gabardina azul y una camisa blanca, que mi mamá había cosido, con su máquina “Singer” de pedal. Parecía que estaba vestido con el uniforme que se usaba en las escuelas.
Lucía unos zapatos tipo Turrialba, que Aníbal Gonzalo, al que le decían “griego”, el esposo de mi tía Elena, había hecho en su zapatería. Como los andaba estrenando, me lastimaban un poco los pies y tenía que caminar despacito, me quedaba atrás, lo cual preocupaba a mi mamá, porque según ella íbamos a llegar tarde.

Como a las nueve y treinta estábamos pasando frente a la entrada del Cuartel Bellavista, de pronto una señora con aspecto de maestra sale por la puerta y nos dice a boca de jarro:
-Apúrenle, ¿de dónde vienen? ¿sólo ustedes dos? -. 
Sin saber del todo de qué se trataba la pregunta, mi mamá contesta -de Naranjo-  y la señora sigue diciendo -pasen, pasen, los estamos esperando, ya casi empieza el acto-, al mismo tiempo que nos da una pequeña bandera de Costa Rica a cada uno y nos ofrece un par de sillas, los únicos dos campos que quedaban en la última fila, donde estaban sentados varios grupos de niños vestidos igual que yo, acompañados de un adulto.
Imagino que nos confundieron con una delegación escolar, pero el cansancio por la caminada y los dos irresistibles asientos, hicieron que aceptáramos la oferta de buena gana, sin pensarlo mucho. Yo en ese momento no entendí mucho lo que pasaba, pero al pasar de los años si llegué a comprender su importancia para Costa Rica y el ejemplo para el mundo que allí se plasmó.

En ese lugar, poco después de muestra llegada, hubo como una media hora de palabras de un señor importante, interrumpidas varias veces por aplausos y al final, dos jóvenes como de colegio le pasaron a este señor algo que me pareció un mazo. El señor lo asió con firmeza y con un solo y certero golpe al borde de la pared del cuartel, envió al suelo una buena parte de ella. 
Siguieron más aplausos, unas pocas palabras más, felicitaciones, saludos, apretones de mano y abrazos, música típica, mientras las personas que estaban delante de nosotros se fueron retirando poco a poco.
Casi como si estuviésemos de acuerdo, los chiquillos nos acercamos a donde habían caído los restos del muro, piezas de ladrillo viejo y oscuro, amalgamadas con calicanto, buscando recoger un recuerdo. 
Yo recogí una pieza muy interesante, como de un cuarto de libra, que tenía la forma de un pedazo de naranja partida por el centro, de arriba abajo y luego de izquierda a derecha; uno de los vértices de un ladrillo. Cualquiera de sus tres caras planas, como “los tres poderes” que hay ahora en mi país, podía colocarse de manera estable e independiente sobre una mesa y pensé que servirían bien como para mantener papeles en su lugar. La tuve en mis manos todo el resto del viaje y cuando regresamos a Naranjo se la regalé a don Lolo, mi abuelo.

Para mamá y yo esa confusión espontánea en la que participamos de pura casualidad, si valió la pena, estábamos a punto de retirarnos para seguir nuestro camino, cuando vimos que estaban repartiendo una “cola” de esas dulcitas y de rico sabor, casi sin gas, que hacían en Alajuela y un tostel cubierto de un rico dulce llamado “cuña”, que me gustaba mucho. Entonces nos quedamos un poco más y hasta repetimos ese inesperado y bien recibido refrigerio. Mi mamá pudo enterarse que lo que se había realizado allí, fue la ceremonia pública para celebrar el decreto del señor presidente, que abolía el ejército de Costa Rica.

Con Eduardo Rojas (pata de yuca) y mi maestra
de primer grado, Ligia Montero. 22/06/2019
.
Como a las once de la mañana continuamos nuestra caminata, estábamos muy cerca de la casa de nuestro amigo, a solo cinco minutos. Allí nos aclararon más sobre lo que había sucedido en el último cuartel de mi país y que sería convertido en poco tiempo, en el primer museo de Costa Rica.

Luego de almorzar en la casa de nuestros amigos y como a las dos de la tarde regresamos a la parada de las cazadoras de Naranjo. Tomamos la de tres y a las cinco estábamos en nuestra casa, contándole a la familia sobre el importante acto del que habíamos sido testigos, simplemente por estar en el lugar correcto, en el momento indicado, aunque no fuéramos parte de los invitados.
Curiosamente mis sueños cambiaron radicalmente desde esa noche y nunca más fueron repetitivos, ni angustiosos, más bien se convirtieron en experiencias agradables.

En el primero nuevo sueño que recuerdo, vi a mis tíos y tías, ya mayores para seguir en primaria y secundaria, que recibieron formación profesional especial de algunas oficinas del gobierno. Consiguieron trabajo en escuelas rurales, en el Ministerio de Trabajo y hasta en el Poder Judicial. También vi en ese sueño a sus hijos, aún no nacidos, que tuvieron educación completa desde la primaria hasta la universidad.

Vino la navidad, terminó el año 48 y en marzo de 1949 comenzaron de nuevo las clases para algunos de mis amigos, pero yo tuve que esperar dos años más, pues solo se ingresaba con siete años cumplidos, eran muy estrictos.

En 1953, mi maestra de tercer grado, en la Escuela República de Colombia, fue la niña Chavela Rojas. De ella aprendimos una buena parte de la historia de mi país y especialmente sobre los acontecimientos del año 48, los motivos por los que se dio la revolución, sobre los dos ejércitos que participaron en la contienda y otros líderes militares y políticos. Desde luego, sobre el decreto de nuestro presidente de quitar el ejército, lo que convirtió a Costa Rica en la primera nación desarmada del mundo.
La niña Chavela nos contó que en 1949 se decretó una nueva constitución en Costa Rica y en ella la educación de niños y jóvenes ocupó un lugar preponderante. La disolución del ejército hizo que los gastos en ese ministerio descendieran radicalmente, mientras que el presupuesto para la educación creció enormemente.

El otro sueño si tenía que ver conmigo. Pero creo que no era un sueño, pues no ocurría durante la noche mientras dormía, me ocurría en ciertos momentos, cuando hacía una pausa en el juego, o en el estudio, más bien eran ratitos de reflexión agradable con los ojos cerrados.
Visualizaba mejoras en la agricultura, la salud y la educación de mi país y durante la parte más profunda de esa reflexión me vía en la escuela primaria con aquel uniforme del primero de diciembre de 1948, con la bandera de Costa Rica y aquel trocito de ladrillo, que debió quedar en algún lado. También asistiendo a algún colegio, entrando a la universidad y finalmente realizando algún trabajo que ayudaría al progreso de Costa Rica.

Pasaron los años, el Colegio de Naranjo se fundó en 1952, algunos dicen que, por iniciativa de Orlando Serrano y otros y de mi papá, que después de la revolución fue diputado en el Congreso. 

Finalmente yo, al igual que muchos jóvenes de bajos recursos económicos de mi pueblo y de pueblos vecinos, como Zarcero y Sarchí y en general de todo el país, tuvimos la oportunidad de concluir la enseñanza media y hasta la universitaria.

No hay comentarios:

Publicar un comentario