Cuento, por Marie Lissette Alvarado
Era un lugar apartado de la Cordillera de Talamanca, en lo más recóndito de la selva, olvidado por el resto del mundo y del tiempo, donde la espesa vegetación parecía engullir todo a su paso.
Un humilde y tenaz campesino decidió arrancarle un pedacito a las entrañas de la montaña y edificar ahí su choza, que más que resguardarle de la implacable inclemencia del tiempo y de los peligros constantes de la zona, era su hogar, su mundo; donde junto con su mujer y su pequeño hijo levantaban los cimientos de sus sueños y esperanzas, la oportunidad de alcanzar un mejor mañana. De asegurarle a sus retoños algo a que aferrarse, poseer una herencia que les permitiera sobrevivir aún cuando él ya no les acompañase en este mundo.
Su nombre, Jenaro Salas, hombre joven, tosco e iletrado, su piel curtida por el sol delataba su oficio de campo. En sus enormes brazos se delineaban perfectamente su contorno muscular, cada vena que sobresalía parecían enormes vertientes y contaban el esfuerzo, la lucha que desde muy pequeño ha tenido que enfrentar en este mundo como muestra de su ardua labor.
Había renunciado a vivir en su pueblo, y desafiar a la madre naturaleza, pero a Jenaro se le había metido entre la cabeza que por su insolencia la montaña no le quería y que de alguna u otra forma se vengaría de él, por irrumpir en su mundo y alterar a cada momento el orden con que se vive y rige el balance entre los ecosistemas.
Era época de verano, una de esas tardes secas y calurosas, Jenaro y su caballo venían agotados de explotar el bosque y de sembrar en aquella tierra virgen sus cultivos, estaba seguro de que haría un excelente negocio cuando fuera el tiempo de cosechar y vendiera sus productos en el pueblo más cercano. No era hábil para los números, o para comprender las cláusulas de un contrato, pero de lo que sí tenía certeza era de que con una buena cosecha le iría muy bien.
Estaban cubiertos por la polvareda del sendero que se aferraba a sus poros y a sus ropas; el añejo sudor se mezclaba con lo amargo de su trabajo, era imposible quitarse el olor a lucha y sacrificio que ello implicaba. Avanzaban despacio, pero su corazón le empujaba a seguir para llegar a casa antes de que empezara a anochecer.
Pero esa tarde en particular, le asechaba su peor pesadilla; su pequeño estaba sentado en la entrada de la choza, lloraba desconsoladamente mientras que su rostro manchado entre tierra, mocos y lágrimas semejaba una máscara aterradora, mientras un silencio sepulcral dentro de la casa le indicaba lo peor. Su mujer no aparecía por ningún lado, era imposible que su hijo le explicara lo que había ocurrido, el corazón de Jenaro se heló, se dificultaba su respiración, todo su cuerpo empezó a experimentar un ligero temblor, y a la vez como si algo le estuviera sacando todo por dentro.
Aunque en principio no le salía la voz, logró pronunciar fuertemente su nombre, -¡Manuela!-.
Solo el silencio le respondió, la volvió a llamar, -¡Manuela!,… mujer, ¿Dónde estás?-.
Sentía que el silencio se tragaba su voz y solo el entrecortado llanto de su hijo cortaba la monotonía.
Solo el silencio le respondió, la volvió a llamar, -¡Manuela!,… mujer, ¿Dónde estás?-.
Sentía que el silencio se tragaba su voz y solo el entrecortado llanto de su hijo cortaba la monotonía.
Quiso entonces contrarrestar la angustia que aumentaba dentro de su pecho, pensando que tal vez ella había bajado la ladera detrás de la casa para llegar hasta el río y lavar la ropa. Cuando lo hacía dejaba al niño encerrado en la choza porque el lugar era de incómodo acceso y muy peligroso. Tenía la esperanza de encontrarla lavando ropa todavía y que por eso no escuchaba su llamado; así que respiró profundamente para atravesar la desaliñada choza y dirigirse a la parte de atrás y descender hasta el río.
Al salir de la choza volvió a llamarla -!Manuela, ya llegué!.
Se acercó al borde de la ladera y miro hacia la orilla del río; su rostro se desfiguró en una mueca de dolor; su mandíbula se desencajó para dar paso a un grito de dolor-¡Noooooooo….!”-.
Se lanzó como loco ladera abajo y mientras lo hacía clamaba con desesperación sin dejar de gritar -¡Por Dios Manuela!-.
Se acercó al borde de la ladera y miro hacia la orilla del río; su rostro se desfiguró en una mueca de dolor; su mandíbula se desencajó para dar paso a un grito de dolor-¡Noooooooo….!”-.
Se lanzó como loco ladera abajo y mientras lo hacía clamaba con desesperación sin dejar de gritar -¡Por Dios Manuela!-.
Manuela yacía en la orilla del río y en todo el camino la ropa que iba a lavar había quedado desparramada, había perdido una de sus gastadas sandalias y la otra estaba arrollada en el tobillo del pie izquierdo, en su cabeza una enorme herida a un lado de la frente que dejaba ver la sangre donde se escurrió, parece estar ya seca.
La enorme piedra que le servía para aporrear y lavar la ropa tenía empozada la esencia vital de su amada Manuela. Ella siempre le apoyó y le amó incondicionalmente. Jenaro le había ayudado a traer al mundo a su hijo y juntos hacían planes para el futuro; ella era todo su mundo y ahora yacía fría, silenciosa, sin vida.
La enorme piedra que le servía para aporrear y lavar la ropa tenía empozada la esencia vital de su amada Manuela. Ella siempre le apoyó y le amó incondicionalmente. Jenaro le había ayudado a traer al mundo a su hijo y juntos hacían planes para el futuro; ella era todo su mundo y ahora yacía fría, silenciosa, sin vida.
Jenaro observó que al parecer Manuela traía más bulto de ropa que de costumbre y al pretender bajar por la ladera con semejante peso y la imposibilidad de ver por donde pisaba, en un momento de descuido, uno de sus pies quedó aprisionado en una pequeña raíz que sobresalía de la tierra haciéndole perder la sandalia y el equilibrio. Comenzó a tropezar y entre el enredo de ropa fue dando tumbos hasta abajo, donde finalmente la enorme piedra recibió su cabeza con tal impacto que le ocasionó una profunda hemorragia de la cual ya su mujer no despertaría jamás.
De seguro desde muy temprano la tragedia llegó. El pobre hombre se sentó junto al cuerpo de su amada, la tomó entre sus brazos y empezó a llorar amargamente, preguntándose una y otra vez el por qué de lo ocurrido, porqué Dios se había olvidado de él, si nunca le había hecho daño a nadie y solo quería lograr algo mejor para su familia.
En ese momento, una suave brisa le acarició el rostro y le susurró en el oído.
-Tú, todos los días me hieres cuando destruyes lo que con tanto esfuerzo y tiempo he necesitado para crear y ofrecerte, no lo supiste aprovechar y planificar ahora es mi turno de hacer que sientas el dolor que me ocasionas. ¡Vete con tu hijo!, aún tienes tiempo, pues a quien se aventura en mis dominios con intenciones de poder, así es como me he de vengar!-.
La Tinaja de Guaitil (Tres partes):
El sueño de Chiang Tsú: http://astrovilla2000.blogspot.com/2011/11/el-sueno-de-chiang-tsu.html ,
-Tú, todos los días me hieres cuando destruyes lo que con tanto esfuerzo y tiempo he necesitado para crear y ofrecerte, no lo supiste aprovechar y planificar ahora es mi turno de hacer que sientas el dolor que me ocasionas. ¡Vete con tu hijo!, aún tienes tiempo, pues a quien se aventura en mis dominios con intenciones de poder, así es como me he de vengar!-.
Mla/08-09-2008
Otros cuentos:La Tinaja de Guaitil (Tres partes):
El sueño de Chiang Tsú: http://astrovilla2000.blogspot.com/2011/11/el-sueno-de-chiang-tsu.html ,
Esas cosillas de la vida; Las computadoras. http://astrovilla2000.blogspot.com/2012/06/esas-cosillas-de-la-vida-las.html
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