jueves, 9 de septiembre de 2021

Dolores Villalobos, mi abuelo y yo

Escrito el 16 de agosto de 2014.
Publico esto ahora, porque me parece interesante 
que la familia lo conozca 
y porque la profesora de Teatro Alternativo quiere 
que haga un trabajo similar al que hice en 
pero esta vez sobre un personaje masculino.

Allá por los años 1950, yo vivía con mi mamá María Luisa Villalobos Morales, en casa de mi abuelo José Dolores Villalobos Alfaro, en Naranjo de Alajuela.

Don Dolores, o don Lolo, como a veces le decían vecinos y amigos, supongo que había concluido la escuela primaria, o al menos estuvo lo suficiente para aprender a leer y escribir correctamente, redactar cartas y escritos con suma facilidad. La Escuela República de Colombia fue fundada el 2 de agosto de 1938, ¿iría a esa? Voy a investigar.

Por su acuciosidad, ingenio, un poco de picardía y chispa, que pude apreciar desde niño, llegó a ser secretario de la Alcaldía de Naranjo, cuando el alcalde fue Emilio Moya. Creo que entre los dos se tomaron muchos traguitos en las cantinas del cantón. En esos años se llamaba Alcaldía a lo que ahora es la dependencia de la Corte Suprema de Justicia, que llamamos Juzgado. Don Lolo siempre andaba con un sombrero negro de fieltro (Borsalino).

Trabajó en su casa como “abogado-tinterillo” por muchos años. No estoy completamente seguro y se los dejo para que lo investiguen, creo que le ayudó a Orlando Serrano (el genial “Orlando Loco”) a redactar la solicitud de la creación del Colegio de Naranjo. Tenía una máquina de escribir de cinta (negro y rojo) Smith-Corona, que yo aprendí a usar.

Una feliz oportunidad se le presentó a mi tío Pachico que, debido a la falta de trabajo en Naranjo, había viajado a Limón, a jugar fútbol y a tomar un puesto de guarda en la cárcel de ese puerto. Luego entró a la Alcaldía como misceláneo, siguió como prosecretario, secretario, alcalde y  finalmente Juez Primero de Limón. Resulta que se encontró entre los archivos viejos de la Alcaldía, una solicitud de un expediente, firmada nada menos que por mi abuelo, como secretario de la Alcaldía de Naranjo, quizás más de 20 años atrás.

Mi abuela había muerto de diabetes hacía algunos años, pero sí la recuerdo, haciendo tortillas  en una cocina de leña que estaba en la última habitación de la casa, no sabía por qué, con piso de tierra (ahora me lo aclaró William Gonzalo; "para no tener problemas con tizones y  brazas"). Recuerdo tres o cuatro carretadas de leña, estibadas en un galerón contiguo para que no se mojaran. Subirse a lomás alto - casi tocando el techo-, durante un aguacero y quedarse dormido, era algo extraordinario.

Mi abuela era un poco morena, bajita y de labios gruesos. Mi mamá me dijo  que sus padres o abuelos eran indígenas salvadoreños, su nombre era Argemira Morales Rodríguez. Tuvo cinco hijos y cuatro hijas; el orden es: Hernán (casado con Ofelia Muñoz), Helena (casada con Aníbal Gonzalo), María Luisa (casada con Eulalio Romero), Deifilia (casada con Efraín Vargas), Lidylia (soltera), Danilo (casado con Zoraida Calderón) y Francisco (casado con Mireya Arias). Si no le da la cuenta es porque dos de los niños murieron, sus nombres eran Ivo León y José Walter. Mi madre me dijo que mi bisabuelo se llamaba León Villalobos y que una vez ella se atrevió a decirle “león, cabeza de tigre zoncha pelada”, así que lo del poco pelo y muchas otras cosas agradables, seguro vienen  por los Villalobos.

Donde estaba la cocina de mi abuela, luego hubo una vieja cocina eléctrica, de resistencias dentro de una espiral de cerámica aislante, que cuando se quemaba el “resistor”, simplemente se arreglaba juntando los dos pedazos del resorte, traslapándolos. También había una máquina de moler maíz y una de moler café ya tostado.

Recuerdo que un vecino tenía una máquina “chancadora” que permitía romper la “cereza” del café maduro, para luego secarlo y eliminar el pergamino. Varias veces al año nos hacía ese favor.

La casa del abuelo Lolo estaba junto a la Unidad Sanitaria, en un solar grande de lado a lado de la calle cercado a todo el rededor con olivo, donde está ahora la Cruz Roja. Mi abuelo tenía sembrado café y había un gran palo de mango criollo, algunos cítricos, guineos, una intermitente “chayotera” y una enredadera de “tacacos” de las que nunca faltaban por ese tiempo y nos ayudaba mucho con el sustento diario. 

Había luz eléctrica para los bombillos de los dormitorios y la sala, pero nunca tuvimos una refrigeradora, ni ducha de agua caliente. La carne se traía fresca de las carnicerías del mercado, cuando se iba a usar, lo mismo sucedía con la mantequilla, el queso y la leche.
Esta última por ese motivo se hervía. Yo odiaba la nata, pero mi tía
Deifilia hacía unas deliciosas galletas con ella, recogiéndola durante varios días; no se asuste, esto último ocurrió cuando ya había refrigeradora, por los años sesenta y cinco y yo estaba en el Colegio de Naranjo.

Creo haber visto a mis tíos pintar el exterior de la casa del abuelo, con una “pintura de agua”, era un polvo -importado- que venía en una caja, quizás unas dos libras, que se revolvía con agua. Se reforzaba con un pegamento casero, hecho de la planta llamada tuna dejada en agua por algún tiempo. Se aplicaba con una brocha de encalar, hecha de hilos de cabuya, o henequén. Con el tiempo la pintura se desprendía en cascaritas como las de cereal de maíz llamado zucaritas.

Borsalino



Tacacos.

Lavadora.

Es curioso y aún no sé el motivo, pero para los viernes santos, había que preparar de antemano los alimentos, porque la compañía eléctrica de la empresa de “Juan Mercedes Matamoros” o de “Enrique Vega” suspendía la luz por toda la tarde, como para cumplir con una especie de “Sabbath”, aunque fuera viernes. Cuando Deifilia se casó y vivió un tiempo con nosotros tuvimos una lavadora “Speed Queen” de  color blanco, un solo tanque y con dos bolillos rotatorios para exprimir la ropa, que varias veces me atraparon la mano, hasta el antebrazo. Por suerte tenía un "desarmado de emergencia", con solo golpearlo.

No había medidores de consumo eléctrico en ese entonces, no recuerdo como se cobraban los kilowatt-hora. Lo que sí recuerdo es que la instalación eléctrica de la casa (cordones colgando del cielo raso, tensados por puentes de una cerámica blanca quebradiza) se conectaba al cableado de la compañía, con algo que los electricistas llamaban “cucaracha”, que se quemaba con cierta frecuencia cuando había un cortocircuito y tenían que venir a arreglarla. Supongo que una “cucaracha” es una especie de circuito puente como el de Wheatstone.

La habitación del baño era muy amplia y fría. Había un inodoro un poco cómico de esos con el tanque en alto, como a metro y medio encima de la tasa  (¡y de su cabeza!). Se halaba una cadena que levantaba el tapón para que descendiera el agua. Además, afuera de la casa había un “escusado de hueco”, al que había que ir con papel periódico, cuando fuera necesario, no importa si era de día, de noche, con miedo o con lluvia. Tanque séptico o cloacas no pasaba por la mente de la gente.

La aspersión del baño era el modelo de la época, una "lata" de avena Quaker guindado con un alambrito de la tubería de hierro (aún no había pvc), con huequitos hechos con un clavo de una pulgada, -cualquiera podía hacerlo-.

Es interesante como cambia el sentido de seguridad y de confianza con los años. La casa de mi abuelo Lolo estaba totalmente abierta por la parte trasera (hacia el cerco) y no había un solo llavín, solo “trancas” de madera con un clavo atravesado por el centro y quizás algunos trabados picaportes. Bueno no teníamos nada más valioso que nosotros mismos.

"Fada"
 

"Grundig".

Recuerdo un radio “Fada” pequeño como del tamaño de dos tapas de dulce de aquella época, en el cual escuchábamos principalmente noticias en Radio Reloj (... "a la hora meridiana cuando el sol está..."). Después Efraín compró un “Grundig Magestic” que tenían mayor presencia, más alto, con forro de tela al frente y 5 perillas para las bandas que parecían los dientes de un gigante, -lo último de la época-.
La televisión (en blanco negro, desde luego) llegó cuando yo estaba en el colegio.

Las ventanas de la casa –cuatro vidrios en un marco de madera- eran deslizantes de subir y bajar y un clavo para sostenerla a medio camino, algunas totalmente abiertas , se cerraban en la noche con una puerta de madera y un picaporte.
Tengo el recuerdo de una frase que no se me olvida; en una ventana de la sala que daba a la calle se podía leer un letrero translúcido, que estaba pegado en el vidrio. Desde adentro se leía: idnahcE oiraM aviV, eso le dará una idea del color político de mi abuelo (y de la familia) en esa época.

Recuerdo unas cortinas hechas con largas filas de tubitos de vidrio de unas dos pulgadas de largo y un diámetro como los actuales bolígrafos, con tapones de hule en los extremos y atravesados por hilo número 10. Los tubitos venían de algún tipo de inyectable, que por ser desechables alguien de la Unidad Sanitaria nos había obsequiado. Había también cortinas hechas con envolturas de cigarros ingeniosamente acopladas -de Ticos, Irazú, León- y uno que otro  de Luky Strike, Emu o Camel.

El piso de la casa era de tabloncillos y tablas grandes. Había algunas grietas, producidas por el frecuente lavado y encerado. Recuerdo que, para una navidad, cuando tenía como unos 6 años recibí un “velocípedo” y se me ocurrió seguir manejándolo mientras me tomaba un vaso de “agua de azúcar”. Bueno una de las ruedas traseras se hundió en una grieta y me volqué, cayendo apoyado con el vaso en la mano derecha, el cual se quebró y me dejó una herida entre el pulgar y el índice, que aún se nota. No entendí por qué el chiquillo rico del barrio recibió un “triciclo de cadena”, que me parecía fabuloso.




 



No crean que no había fresco de limón o naranja, de chan, o de tamarindo, y de vez en cuando cola, zarzaparrilla, o limonada, producida por una embotelladora que había en Alajuela, cuyo logo era el domo rojo de su catedral. También había “spur cola” y  old colony soda” que yo no sabía de dónde venían, pero el fresco de avena  en agua, o simplemente  agua con una cucharada de “azúcar” era lo más fácil y barato. El azúcar Victoria llegaba a las pulperías en sacos de manta fina pero resistente y con ellos a veces nos hacían calzoncillos.

La casa de mi abuelo estaba frente a la pulpería de Nino Serrano, padre de Orlando y Carlos Manuel, quien fue compañero en el Colegio. Don Nino vendía muchas cosas, entre ellas deliciosos bananos pecosos y pequeños, (el criollo) a cinco y los grandes (como el de la United Fruit Company) a diez.  También cajetas a diez y a peseta, lo mismo que melcochas de coco “La estrella” algunas de las cuales traían una etiqueta oculta que decía “premio, una melcocha”. 
No Faltaban las bolitas de confite de limón, duras como canicas, pero rendidoras. Recuerdo varias veces haber llegado con tres amigos y decirle a don Nino, “ véndame una cajeta y 4 vasos de agua” (no se usaba el ridículo y confuso "me regala", como ahora).

De la panadería de Clemenciano Arias, que estaba al otro lado de la Unidad Sanitaria, provenían  además de bollitos de pan de a 5 y de a 10, galletas, bizcotelas, quesadillas, polvorones, rosquillas, cachos, suspiros, orejas, gatos, cuñas, ilustrados, borrachos, prusianos, etc. No faltaban, desde luego los “helados de palito”, que seguro los hacía la esposa de don Nino, la señora Signe Johansson.


Melcochas.

Confites de Limón


 

Borrachos.

Frente a la Unidad Sanitaria, estaba la otra pulpería del barrio “Pueblo Nuevo”, la de Genaro Mora, que tenía su casa al lado. Recuerdo ir  allí a “comprar con libreta”. Se usaban dos, una que se quedaba en la pulpería para control de don Genaro y otra para el cliente, curiosamente se anotaban las compras con un lápiz, pero nadie se atrevía a usar un borrador. Se pagaba por semana o por mes, según el salario del cliente. 

Por la parte trasera del solar y separada por el camino de tierra que iba hacia San Jerónimo y Cirrí, estaba la casa de “Doña Pachica Rodríguez” que tenía una guapa hija (Virginia), casada con Fernando Rojas Meza, un odontólogo empírico que tenía una mano suavecita para sacar muelas.
Le decían
  “abejorro” y tuvo tres hijos (todos “abejorros”) que en su momento se graduaron como odontólogos en la U.C.R., por lo que le dieron un reconocimiento a la familia. 
Melvin, el mayor fue compañero en los primeros años del Colegio de Naranjo. Éramos buenos amigos de juegos casi todos los días, pero cuando le pedía permiso a su padre, no sé si por broma o para no dejarlo salir, le hacía preguntas sobre matemática, por ejemplo, le pedía que dijera “la tabla del 3,75, del uno al trece".

Doña Pachica tenía detrás de su casa una finca, con palos de naranja, mangos, jocotes, guabas, limones dulces y ácidos, grapefruit, caña de azúcar, café, pejibayes y terminaba en una limpia poza que visitábamos a veces, pero yo no aprendí a nadar allí.
La finca que visitábamos a escondidas, porque al dueño no le gustaban las visitas, tenía jocotes, guabas y guayabas (¡para hacer jalea!). Era la de José Corrales, quien tenía su casa a la orilla de la carretera a Sarchí, en el alto antes de llegar al cementerio.

Al otro lado de la calle, colindando con la casa y panadería de los Arias, vivía Esnider Rodríguez, el jefe del Resguardo Fiscal de aquella época, que se dedicaba principalmente a buscar “sacas de guaro de contrabando” escondidas en alguna finca del Cantón, eran los únicos autorizados a entrar a una casa. Su esposa, Leonor, era sobrina de la esposa de don Nino. Dos de sus hijos, Henry y Daysi (como la novia del pato donald) fueron compañeros de escuela.

Entre la casa de los Rodríguez y de los abejorros, había una humilde casa, donde vivían “los muflas”. Dos de los hijos menores eran “Cali” y “Pelón”, más o menos de mi edad. Creo que uno de sus hermanos mayores era cobrador de una de las “cazadoras” de Beto Pérez, que viajaban todos los días de Naranjo a San José, el pasaje era de tres colones y tardaba dos horas por el camino viejo, pasando por Sarchí, Grecia, Alajuela y Heredia.

Por entonces una de las únicas aceras que había en el barrio era la construida alrededor de la Unidad Sanitaria. En esa acera, “los muflas”, algún otro vecino del “barrio cuita blanca” que quedaba camino hacia “el rastro” (el Matadero Municipal de Naranjo), quizás Omar Arroyo (“plaga”) y yo, jugábamos de carritos casi todos los días, viajando imaginariamente con nuestras cazadoras, a Villa Quesada, Puntarenas y San José, haciendo señales, parando y recogiendo pasaje, avisándonos de la presencia de tráficos, era muy divertido.

Volviendo a mi abuelo Dolores “ratón”, supe que en sus tiempos de alcalde tenía que visitar los distritos de Naranjo, montado a caballo y a veces bajo la lluvia por los lodazales de los caminos de la época para hacer alguna notificación (no como ahora que se la envían por correo electrónico), hizo muchos amigos y algunas amiguitas, era un poco enamorado. 
Hay una anécdota interesante respecto al apodo familiar; mi hijo Javier como de unos 10 años le dibujó una tarjeta a su abuela María Luisa para el día de la madre y sorpresa, la tarjeta tenía tres pequeños ratoncitos rosados. Cuando la vimos, los mayores nos morimos de la risa, aunque Javier, en ese momento no supo por qué.

Mi abuelo tenía un personaje ficticio, un “doctor” que podía ser en medicina, leyes, letras, ingeniería, mecánica, o ciencias, usted escoja.
Eso no importaba porque el “Doctor Iturribarry Berrigorry Chinchapel Chinchurretasiempre salía airoso en cualquier situación, con la misma facilidad que podía meter la pata y equivocarse totalmente.
Era capaz de contestar cualquier pregunta, realizar la acción requerida, o fallar totalmente, era un “todo terreno” para cualquier lado.
Cuando mi abuelo quería referirse a una persona que había hecho algo muy bueno, o muy malo, decía que era el citado doctor.

A veces mi abuelo era un poco -tenaz- con el comportamiento de alguna persona. Recuerdo que había una bonita chiquilla, unos 5 años mayor que yo y que por entonces ayudaba en el taller de costura de mi madre y tía Deyfilia. Su nombre era Enilda Barrientos y éramos familia cercana.
Era delgada, morenita, de pelo hasta la cintura, negro, lacio, brillante y bien cuidado, quizás algo
pizpireta pero buena gente, sin embargo, mi abuelo solo se refería a ella como “la india bárbara del norte”.
Su familia emigró a Guadalupe y recuerdo que cuando hice el examen de admisión en la U.C.R. en 1960, ellos gentilmente me hospedaron en su casa, la noche anterior y me llevaron al Cine Río.

Por muchos años mi abuelo, ya pensionado, me llevaba a pasear donde el viajara. Fuimos varias veces a Turrialba y nos quedábamos donde Hernán, que era en ese tiempo el Inspector de Trabajo de la zona. La cazadora se tomaba en una estación que había en avenida central, al frente del Banco de Costa Rica, recuerdo haber visto a la venta allí un tarrito de “Pomada Canaria”. El pasaje costaba 3 colones, la duración del viaje dos horas y me parece que siempre llovía entre Curridabat y Tres Ríos, también por Juan Viñas. Turrialba se mantenía normalmente con una garúa entre fina y gruesa, típica del clima del atlántico.

Varias veces fuimos a Limón para visitar a Pachico.
Una vez el paseo coincidió con la visita del “
Circo Atayde”, con animales, trapecistas, payasos, magos y bailarinas, fue para mí una experiencia única.
El tren se tomaba en “La
Northern”, había dos posibilidades, tomar “el local” que paraba en cada una de las 62 estaciones, salía a las 8 de la mañana y llegaba como a las 5 de la tarde. O tomar “el pachuco”, que solo paraba en cuatro estaciones, Cartago, Turrialba, Siquirres y Batán, salía a las doce y llegaba como a las tres de la tarde. Eran trenes tirados por locomotoras de carbón, con su típicos silbatos, columnas de humo negro y a veces blanco, el sonido “cchhuu, cchhuu…” y los problemas para subir cuestas.

La primera vez que fuimos a Limón, a Pachico se le ocurrió que fuéramos a Piuta para que yo tomara un baño de mar en la arenosa playa. Cuando terminé me llevaron a un sitio cercano donde salía un gran chorro de agua, -de esos que te dejan morada la espalda-, que los lugareños usan para quitarse el agua salada.
Mientras lo hacía, mi abuelo que esperaba se subió en una piedra y en actitud entre solemne y jocosa comenzó a dar un discurso imaginario que inició con “Hijos de la gran Piuta…”

Cuando mi hermano Francisco estaba comenzando a caminar, ubique usted el año, mi abuelo inventó para nosotros y sin proponérselo un inocente juego que usamos y disfrutamos por mucho tiempo. Laura y Adolfo ya estaban un poco más grandes, también mis primos William, Alejandro, Hilda y “Nenis”, desde luego “Rafaelito”.

Resulta que don Dolores se encariñó mucho con Francisco, su nieto menor por entonces lo llevaba al centro de Naranjo y lo cuidaba con celo. Todos esos hermanos y primos nos reuníamos a veces a jugar, escondido, o de carritos, en el solar de mi abuelo y Francisco entre gateando y caminando nos seguía. Un día nos fuimos todos hasta el fondo y regresamos corriendo a la casa y al vernos mi abuelo nos regañó diciendo “dejaron al chiquito solo”.
Nosotros nos reímos y lo fuimos a buscar y en ese momento nació el juego.
En los meses que pasaron llevábamos alzado a Francisco hasta el fondo del cafetal y regresábamos corriendo a la casa, nos volvíamos a ver y todos decíamos a coro “el chiquito solo” y lo íbamos a buscar. Tanto nos gustaba este inocente juego que a veces llevábamos a Francisco a la casa de mi
tía Elena, que también tenía un “cerco” pero más pequeño y allí también jugábamos “el chiquito solo”. Francisco creo que también disfrutaba el juego y cooperaba, quedándose quieto donde lo dejábamos esperando.

Cuando yo cursé mis dos últimos años en el Colegio de Naranjo, en 1959 y 1960, mi abuelo y yo leímos juntos "El Quijote", los dos tomos completos. Le gustó bastante y me ayudó a escribir algunos resúmenes, con una pluma de fuente "Esterbrook" que apreciaba mucho. Abuelo tenía una letra algo estilizada, un poco inclinada hacia la derecha, lástima que no me quedó ninguno de sus escritos.

Mi abuelo murió de cáncer de próstata en 1960, bueno eso dijeron los médicos, pero creo que murió tranquilo, simplemente de viejo, pues no recuerdo escucharlo quejándose de algún dolor (a pesar de llamarse Dolores), ni recuerdo visitas al médico. Yo lo rasuraba de vez en cuando.
En sus últimos días yo dormía en su cama, supuestamente para vigilarlo y ayudarle por si necesitaba algo, pero siempre fui buen dormilón.
En la noche o madrugada que murió, me desperté a eso de las cuatro o cinco de la mañana y me pareció que ya había terminado su vida. Le hice varias pruebas, que se me ocurrieron, incluyendo una de respiración usando un espejo. A pesar de que estaba seguro, no avisé a mi mamá y esperé como hasta las seis que se levantaron ella y mis hermanos para prepararse para la escuela y les di la triste noticia. 
Yo estaba muy calmado.

1 comentario:

  1. Bellisimo relato de tu historia en Naranjo, te queremos mucho primo, eres nuestra inspiración, yo siempre, las veces que he podido, saco a relucir con gran entusiasmo a mi primo hermano, el Físico matemático José Alberto Villalobos, si, ese que sale en canal 7 cuando hay actividades lunares o eclipses, Dios te bendijo querido primo.

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